La rama del indulto
“Y el niño fue quien, gritando desesperadamente llamó al amanecer a las vecinas que encontraron a Antonia en la cama, extendida, como muerta. El médico vino aprisa, y declaró que vivía, y la sangró, y no logró sacarle gota de sangre. Falleció a las veinticuatro horas, de muerte natural, pues no tenía lesión alguna. El niño aseguraba que el hombre que había pasado allí la noche la llamó muchas veces al levantarse, y viendo que no respondía echó a correr como un loco …”
Esa noche nunca abandonó la mente de Leonel. Por más que él quisiese, no podía olvidar la forma en la que ese hombre hizo sufrir a su madre, sus pedidos de ayuda y como las lágrimas brotaban de sus ojos, eliminando toda gota de lluvia de la tormenta que había en su interior. También recordaba como él mismo aguantó sus ahogados sollozos en un rincón de aquella habitación y como sus pulmones se quedaron sin aire de tanto gritar la mañana siguiente al no ver a su madre despertar. Sigue recordando la mirada de ese hombre, aquel que volvió esa noche para vengarse de su madre y huir al otro día.
También recuerda cómo las vecinas lloraban y cómo aquellos hombres no paraban de hacerle preguntas. Dijo todo lo que vió, tal vez de esa forma su mamá despertaría y lo llevaría con ella a lavar. Pero no fue así, al contrario, meses después una joven mujer junto con un hombre aparecieron en la antigua casona en la que Leonel ahora vivía. Ella, cuya triste mirada se asemejaba a la de su mamá, no podía ocultar una débil sonrisa ante aquellos ojos que irradiaban un pequeño destello de luz, mientras que su marido se limitaba a observar el reloj de su muñeca, ansioso de irse de allí.
Finalmente, se fue con ellos, pues no tenía el valor de decir que no y dejar que los ojos de la mujer con mirada triste llorasen como los de su mamá. Ella se llamaba Clementina y vivía junto con su esposo, un famoso doctor, en una bonita casa ubicada a las afueras del pueblo.
Clementina recientemente había sufrido una pérdida. Una niña había ganado totalmente su corazón. Era su compañía, aunque casi nunca se encontraran cerca. Luego de su muerte la mujer quedó devastada, necesitaba buscar ese amor nuevamente, llenar el vacío.
Cuando escuchó por las calles la noticia del terrible suceso que había pasado en el pueblo cercano, Clementina no lo pensó ni un momento más. Ese niño merecía más. Estaba dispuesta a ofrecerle su amor y a otorgarle felicidad.
Los primeros días Leonel no pronunciaba palabra. Clementina, preocupada, hacía lo que estaba en sus manos para sacarle una sonrisa. Por otro lado, su esposo rara vez lo miraba.
La primavera estaba terminando cuando Leonel finalmente comenzaba a sentirse cómodo en su nueva casa. Clementina descifraba sus gustos por los gestos que él hacía al ofrecerle distintas cosas. No le gustaba el pollo, miraba el plato con una mueca de desagrado, sin embargo, se esmeraba en tratar de comerse hasta el último bocado. Adoraba el guiso, la lluvia, los baños y sus nuevos juguetes, hacía una media sonrisa cuando presenciaba estas cosas.
Era tranquilo, no causaba problemas y poco a poco comenzó a establecer un lazo con su madre adoptiva. Clementina decidió regalarle a “Pipa”, una rama seca que no tenía mucho valor, pero sí un gran significado para ella. Le pertenecía a la niña que seguía estando en su corazón a pesar de su muerte. Leonel miró con curiosidad la rama y sin entender mucho se la quedó.
Al cumplir 14 años, Leonel era una persona totalmente diferente. Iba a la escuela, aprendía rápido y le gustaba la ciencia, también tenía amigos con los que jugaba a la pelota y cada vez que podía les agradecía a sus padres todo lo que hacían por él. Los quería mucho. Su madre era muy protectora, pero la entendía. Su padre era medio distante, pero tenían una buena relación y, cada tanto, jugaban al ajedrez.
No pensaba nunca en su padre biológico, él creía que no valía la pena recordarlo. Su madre constantemente cruzaba su mente, él quería ser igual de fuerte de lo que alguna vez ella lo había sido.
“Pipa” lo acompañaba a todos lados, Leonel le había agarrado cariño. Sentía que, sin ella, las cosas le salían mal. Era su amuleto de la suerte.
Clementina no se sintió nunca más sola y Leonel pudo encontrar felicidad y tranquilidad. De dos historias con finales tristes, surgió una con final feliz.
Candela Molina y Federica Cataldo
Comentarios
Publicar un comentario