Lo malo de lo bueno
LO
MALO DE LO BUENO
Odiaba todo de
él. Su simple existencia despertaba en mí el deseo de verlo muerto, tener mis
manos en su cuello asfixiándolo hasta que en un último suspiro grite auxilio, verlo desesperado por su vida. Eso me
provocaba un simple chico del orfanato al que ya no sabía si calificarlo como
mi mejor amigo o mi peor enemigo. Todos lo amaban y era detestable la forma tan
amable y carismática en la que se desenvolvía. Nunca dejaba de ser el centro de
atención, era siempre él, aunque fuese asquerosamente débil, sensible y
miedoso. Era esa la razón de mi desprecio.
El recibía los
halagos y los aplausos, yo los insultos y los golpes.
Estaba cansado de
ello, de sentirme despreciado e invisible, maltratado y odiado. Ya no sentía
dolor, hacía tiempo todo tipo de tristeza se había transformado en ira. Él era
completamente externo a la violencia que en mi ejercían, no tenía idea de mi
existencia. Los maltratos por parte de los mayores eran cada vez más grandes y
yo era él que se llevaba todo lo malo. Como si fuese algo que solo utilizaban
por diversión para luego desechar. Ya no podía seguir así, no lo soportaba más.
Decidí que debía
hacer algo al respecto. Empecé por acercarme más a él, a estar más presente en
su vida para, de alguna manera, terminar esta tortura. Comencé a observarlo más
detalladamente. Estudiaba sus horarios y formas de moverse, memorizaba cada
paso que daba. No se me escapaba nada. Descubrí que siempre se tardaba dos
minutos en el baño, tres más si se lavaba las manos. Cada lunes a la tarde
estudiaba historia inglesa y los jueves a la mañana aprendía piano. Saludaba a
cada persona que se cruzaba, hasta él gato ronroneaba con una mínima caricia
suya. Visualicé que tenía un tic nervioso con sus manos, nunca las dejaba
quietas. Lo más interesante y el único defecto que encontré en él era que todas
las noches salía sigilosamente al tejado de la torre a fumar, no solo estaba
prohibido subir a la torre, sino que también fumar era un acto ilícito. Le
compraba sus cigarrillos a un chico de mayor edad a las seis de la tarde,
cuando todo el mundo estaba en el salón cenando. Lo único que pensaba era que
no podía ser más egoísta. Tenía una vida plena con personas que lo apreciaban y
él se escondía por las noches para saciar sus penas como si su vida fuera un
desastre. Claramente no conocía la mía.
Comencé de a
poco, no era una persona fácil de acceder, no me permitía acercarme mucho. Era
muy abierto con los demás, pero se cerraba conmigo. Otra cosa que odiaba.
Pasé noches
ideando como hacerlo desaparecer, sabía que esto iba a traer graves
consecuencias para mí, pero a este punto no importaba. Solo deseaba que él ya
no estuviese aquí para tener un poco de tranquilidad. Su presencia me
torturaba.
Sabía que el
momento perfecto para poner en prueba mis actos era por la noche, cuando él se
encontraba solo en el tejado, así que comencé a salir con él. Me gustaría que
la gente viera lo falso que él era. Siempre que yo me acercaba él me quería
lejos, lo demostraba con su enojo, agresividad e ignorancia. Yo había sufrido
la indiferencia toda mi vida, podía soportarlo por un poco más.
Las primeras
noches ni siquiera parecía que estuviera cerca de él, mi presencia no se
notaba, si quería ganarme su confianza debía tener cuidado. Poco a poco logré
que me aceptara cada vez más y que deje de sentirse incómodo conmigo a su
alrededor. Nunca hablábamos, el silencio decía todo.
Las noches
pasaban y la ansiedad era lo único que habitaba en mí. Necesitaba dejar de
verlo caminar por los pasillos, dejar de escuchar su irritante y fingida risa,
el sonido que emitían sus dedos al repiquetear en cualquier superficie, pero
sobre todo dejar de ver aquella mirada falsa y penetrante que provocaba en mí
los pensamientos más oscuros que un humano podría llegar a sentir.
Durante dos
semanas yo lo acompañé todas las noches. Estar cerca del otro nos repudiaba,
pero se volvió una costumbre, como si los dos necesitáramos ese momento en
donde la línea entre el odio y la tranquilidad no existiera. Comprendí que, si bien mi acercamiento a él
era para finalizar mi tortura, estar cerca de él era de muchas formas peor. Mi
odio e ira solo aumentaban. Me dije que
solo debía aguantar un poco más. Solo un poco.
La velada de un
martes se hizo presente entre las sombras. La brisa soplaba entre los árboles y
se escuchaba el sonido de las lechuzas a lo lejos. Lo presentía. Sabía que
sería esta noche porque la había imaginado tanto que me sabía cada paso de
memoria. Nada podía salir mal. Él no se lo esperaría. Nadie se lo esperaría.
Nos encaminamos a
la escalera que sube al tejado de la torre de forma sigilosa. A diferencia de
otros momentos, no estaba nervioso ni ansioso. No sentía nada. Busqué algún
tipo de compasión hacia él, ver si durante esas noches su compañía había
ablandado un poco mi sentimiento de odio. Pero no. Simplemente nada. Mi corazón
era una caja vacía, esas que están tan rotas que nunca nadie vuelve a poner
nada dentro de ellas.
Nos sentamos en
el borde en silencio. Disfruté cada brisa de aire, observé asombrado la luna y
admire cada estrella que nos iluminaba. Era una noche fantástica.
Miré para abajo,
la gran altura solo me hizo cuestionarme el cómo se sentiría volar. Eso haría
luego de esta noche. Volar. En total libertad.
Me animé a
hablar:
-
Los
dos sabemos perfectamente cómo terminará la noche. No hay porque asustarse.
Míralo como un regalo. Como la posibilidad de poder volar.
No me respondió,
nunca lo hacía. Me levanté del borde y seguí:
- ¿Nunca
has querido volar? ¿Sentir la libertad? Seguramente no. Las personas que se
cuestionan esa sensación son las que suelen estar encerradas y escondidas. Eso
haces conmigo. Me escondes, te avergüenzas de mí. Por eso me dejas salir solo a las noches donde
nadie puede verte.
Cada vez me
acercaba más a la orilla.
-
Siempre
he sido tu sombra. Lo malo, lo odioso, lo que nadie quiere ver o soportar.
Una sola lágrima
cayó por mi mejilla. No la retuve. Lo venía haciendo desde hace tiempo.
-
Eso
se termina hoy. Los dos seremos libres. Solo espero que el único que pueda
volar sea yo.
Lo dejé caer.
Me dejé caer.
Nos dejé caer.
El impactó no
solo arrebató nuestras vidas. También nuestra sentencia a ella. Y se sintió
bastante liberador dejar de compartir cuerpo con la persona que más odiaba. Era
solo yo, no él, no los dos. Solo yo. Y fue la sensación más plena que sentí, a
pesar de haberla sentido en la muerte y no en la vida.
Ya no éramos los
dos. Nuestras almas fueron separadas.

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